En mi infancia en el barrio Providencia, con una ciudad mucho más quieta que la actual, se escuchaba algunas noches un rugido escalofriante y magnífico. Venía del zoológico en el San Cristóbal: el Rey León estaba expresándose.
Ahora estamos viviendo en pleno el signo de Leo, y la energía dorada de poder y soberanía de ese arquetipo del alma quiere manifestarse en nuestro corazón. Con su ardiente, peligrosa intensidad. Con sus ganas apasionadas de crear, y crear con exuberancia.
A todos nos pasa, porque todos somos Leo: todos somos todo. Esa es la maravilla del alma; tal como la luz blanca, el alma contiene todos los colores, y basta el prisma de la generosidad para que se enciendan múltiples destellos, tornasolados como el arcoíris.
Este agosto leonino requerirá de cada uno máxima atención y equilibrio; las energías planetarias están con mecha corta, las polaridades, extremadas en alta tensión, la explosividad, a la orden del día. Afuera y adentro vamos saliendo de una larga cámara lenta, entrando en acción, visualizando los titánicos desafíos que están llegando. Dándonos cuenta que tendremos que crecer mucho…
Necesitamos más que nunca despertar al león y a la leona interiores, para realmente confiar en nosotros mismos, empoderarnos de verdad, y mantenernos centrados e independientes. Porque volverse soberanos de sí mismo es la única, bendita manera de hacer paz: dejando de tener miedo.
Al mismo tiempo, habrá que activar también, con urgencia, al domador de leones que tenemos adentro. Porque el león negativo, el de la melena oscura, ha sido siempre el peor peligro humano. En lo colectivo y en lo personal. Ese yo nuestro ensoberbecido de tener la razón, ese tirano secreto que descalifica a cada paso creyendo a pies juntillas que la justicia y el derecho están de su parte, imaginando todo el tiempo que está siendo ofendido, permitiéndose entonces, sin escrúpulos, atacar, odiar, hacer la guerra. A nivel país, a nivel oficina, a nivel familia… En todos los niveles, porque va donde vaya la cabeza. El malo es el otro, repite siempre, y con eso justifica cualquier reacción, desde un holocausto de monstruosas proporciones hasta la arrogancia cotidiana de caminar por la vida sin escuchar a nadie. ¿Para qué escucharlos, si sé que están equivocados?
Ver a este león tenebroso en las noticias no cuesta nada. Ahí está sin careta. Lo difícil, e indispensable, es descubrir al propio, prender la luz adentro de uno mismo y pillarlo, enmascarado, ocultándose en las sombras. Ése es el león siniestro que nos hace sentirnos separados, porque afirma que los demás son enemigos. El león egocéntrico, tramposo, que nos hace creer que nuestra opinión es más importante que el amor. El león cebado que devora los momentos inocentes, vulnerables de la intimidad, contaminándolos con su desconfianza.
¿Cómo se doma un león así, cuando ha estado acechándonos toda la vida? Con inquebrantable honestidad, desde luego, para mirarlo a los ojos sin que nos sugestione con su miedo. Con infinita paciencia, porque domarlo es irlo trayendo poco a poco a la luz. Pidiendo ayuda, porque de afuera es más fácil verlo, y amigos y expertos aportan mucho. Fundamental, confirmar en el silencio, en el territorio sagrado del fondo del sentir, el abrazo dorado del león de amor que nos acompaña y da fuerza en cada instante.
También, y mucho, se doma con comprensiva compasión, pues el predador que tenemos adentro es un león herido, que se defiende con violento egoísmo porque le duele tanto.
Para que el abrazo de amor íntimo sea inmenso, sanador, y despeje en definitiva las tinieblas, hay algo amargo y dulce, profundo y delicado, que hacer. Ir a rescatar, en los vericuetos del alma, al cachorro, a la cachorra de león que todos fuimos. La misma criatura que, en algún punto de nuestra infancia, empezó a vivir exilio, soledad, temor. Y que todavía está, fuera del tiempo, extraviado, extraviada, en esa llanura desolada, ancha y ajena. Nada hay tan conmovedor como buscarlo, encontrarlo, consolarlo, mostrarle cálidamente que nunca más será rechazado, ni abandonado. Porque ahora sí estoy, para siempre, con él.
Abrazando a ese leoncito triste, a esa leoncita asustada, comienza suavemente a pasar algo maravilloso, que irá creciendo día a día. El Rey León va desperezándose, asumiendo contento su luz, su alegría; la Reina Leona ronronea y se lanza, felina y feliz, a crear a manos llenas. Y el Reino del alma reverdece y se llena de flores.