Pasé mayo y junio enfermo, en cama. A una primera gripe sucedió una recaída, mucho más pesada, y luego, con las defensas bajas, me contagié de un interminable Covid, insidioso malestar que parecía no iba a acabar nunca, del cual todavía no estoy completamente recuperado. Una prueba agotadora para los músculos del espíritu, esos decisivos, que se anquilosan fácil: la aceptación, la paciencia, la fe.
Una amiga perspicaz describió exactamente lo que de verdad me estaba ocurriendo: ¡Fuiste abducido por los maestros!
En efecto, la experiencia me sacó enteramente del tiempo, desintegrando drásticamente mi agenda, desmantelando sin piedad todos los compromisos, despejando de mi horizonte cada deseo o proyecto. Lavarme los dientes me dejaba exhausto.
Me quedé flotando en un limbo psíquico, cuya calidad vivencial dependía de qué partido tomaba. Si me dejaba llevar por la reacción automática -resistencia, rebeldía, deplorar constantemente la brusca frenada de la vida, encontrarla profundamente injusta, hacerle la guerra, peor todavía, sospechar al fondo que uno es culpable de algo, y esto su consecuencia o castigo-, el limbo se volvía humillante cautiverio, un encierro entre cuatro paredes de un cuerpo sintiéndose mal. Muy mal.
Si, en cambio, me enfocaba en aceptar lo que estaba pasando, permaneciendo neutral, sin poner fuerza en tratar de salir de ahí, renunciando a cualquier porfía de estar de otra manera, el malestar seguía ocupando mis sensaciones, pero ya no constituía sufrimiento. Desapegado, nada importaba tanto. Comprobé, una vez más, que aceptar es la llave maestra de toda liberación. Que lo pesado, intolerable, deja de serlo cuando soltamos la resistencia. Porque, después de renunciar a seguir dándole vueltas a lo que pasó o no pasó, y también a seguir inventando soluciones estratégicas que garantizarán el futuro, o a sugestionarnos con lo aún más terrible que vendrá en esta cuesta abajo a la que ya caí, vamos arribando a momentos limpios, vacíos de tanta tontera, en que la realidad comienza a hacerse presente. Y, como siempre en el presente, va siendo obvio que todo va a estar bien.
Fue para mí un formidable ejercicio espiritual. Tuve que practicar todo lo difícil: soltar, aceptar, confiar, esperar. Perdonarme a mí mismo, porque, por supuesto, nada ni nadie me había castigado: lo hice solito, como es habitual, culpándome de todo y rechazándome con pica por haber caído enfermo. Ni que fuera superhombre…
Alimentando todos los días, sin apuro, el fuego interior, casi extinguido, de la fe, el entusiasmo creativo, la pasión por la vida. Aceptando que se demorara mucho en volverse fogata…
Entretanto, alcanzaba a darme cuenta del inconmensurable proceso de depuración y sanación en que se encontraba trabajando mi alma a nivel inconsciente. Afloraban de pronto emocionados recuerdos de infancia, vivencias olvidadas de la adolescencia, reconciliaciones espontáneas con amores o villanos del pasado, sorprendentes vuelcos de tortilla en muchos de mis relatos afectivos. ¡Contundente alquimia!
Hoy, día de las Cármenes, con un sol esplendoroso y una cordillera radiante, celebro sentirme como me siento: contento y agradecido, con certeza inamovible de la primavera bendita y asombrosa que viene. Ayudémosle a llegar con el mantra que me entregaron los maestros una madrugada, en medio de mi enconada lucha interior:
ELIJO LA PAZ
¡Mucho amor y esperanza para ti y para todos!