La invitación superior es directa y perentoria: estás llamado a transformarte en un pilar de luz.
Suena hermoso y trascendental, pero ¿qué querrá decir?
Desde luego, sugiere una solidez que estamos lejos de sentir, en medio de la líquida incertidumbre de los tiempos. Y una iluminación que, si bien ilumina de vez en cuando, se apaga con mucha mayor frecuencia.
Sin embargo, no estamos tan lejos. Basta tener presente, e inamovible en la brújula de la intención, el objetivo decisivo de aceptar plenamente la tierra. Porque todo nuestro desarrollo espiritual tiene ese único propósito: prender la luz acá abajo, donde está oscuro; traer conciencia cósmica a la encarnación. Específicamente, de aterrizar el amor, para que seamos de verdad útiles a la ecología del universo, y, más encima, felices.
Las tremendas energías de estos días van señalando el cambio. Salimos de la etapa introspectiva, de pura gestación, y viene parto, y acción. Nuestra alma trabajó mucho en estos meses para quedarse con lo esencial, acostumbrarse a la magnitud del cambio, saber qué es lo que ahora quiere. Las semillas elegidas están listas para brotar y hacerse vida.
Mientras afuera la tensión de las mil polaridades sociales llega a ese extremo intolerable en que alguna resolución ha de ocurrir -muchas resoluciones serán evolutivas, otras, demasiadas, todavía no-, adentro ocurre otra cosa muy distinta. En lo profundo de nosotros mismos se ha despejado una inesperada simplicidad. Lo que era tan complicado ha ido desprendiéndose por capas, y va quedando un centro firme, simple y sereno. No sabe nada, pero tampoco duda o teme. Está no más ahí, al alcance. Basta que respiremos un poco más hondo, que calmemos el apuro, que nos decidamos a estar bien ahora, no mañana. Que sintamos harto el cuerpo, que siempre está aquí y ahora: el cuerpo es la tierra. Y así, suavecito, nos encontraremos con la piedra feliz. La que no se mueve ni se turba.
En la piedra feliz -piedra filosofal, se la llamaba también- se cimienta el pilar de luz que estamos destinados a ser. Hombres y mujeres amorosamente enraizados en la tierra, agradecidamente abiertos al cielo. Uniendo sólidamente lo de arriba con lo de abajo, el infinito con el presente, el eterno, radiante designio con este preciso instante.
En todas las generaciones se están consolidando estos humanos pilares de luz. Con espléndida diversidad, por supuesto. Sensatos, pragmáticos, eficaces y gozadores en lo terrestre, inspirados, humildes, receptivos en lo del cielo. Disciplinados en el arte de dejarse guiar por el espíritu, estratégicos para implementar esa misión incandescente en el mundo. Plantados en la piedra feliz, saben aceptar las cosas como se dan, y, mejor aún, han aprendido a contemplar con amable ironía las propias contradicciones y recaídas.
Arriba, vibrantemente vacíos para recibir los regalos del cosmos, que llenan el corazón con la inteligencia, la belleza y el amor; abajo, anhelantes de abrazar la tierra y compartir con todos su primavera. Invitando a cada uno a la danza, ayudando sin cesar para que nadie quede fuera del despertar.
Silencio, aceptación, gratitud… cada día nuevamente. Así nuestra raíz de amor entra profunda en la tierra generosa, así el alma se abre como una flor a los rayos del Gran Sol, y nuestra esencia emana, abundante, su perfume magnético y maravilloso.
Así, el pilar que somos va conectando las energías del cielo con las de la tierra, y el mundo puede nacer de nuevo.