GONZALO PEREZ BENAVIDES
Estudié siempre en el Liceo Manuel de Salas, un colegio experimental, de vanguardia en la época, al que debo tanto. Y a los magníficos compañeros y compañeras de entonces, quienes siguen siéndolo hoy, sesenta años después.
Justo egresando, con dieciséis años, gané un concurso para representar a Chile en el Foro Mundial de la Juventud. Era un encuentro de cuatro meses, en la ciudad de Nueva York, con jóvenes delegados de muchos países. Tremenda experiencia. Corría el año 1967, el mundo ardía de novedad, pasión y futuro, y yo, también.
Por cierto, lo decisivo de mi experiencia universitaria no fueron los cursos o las clases. Lo que cambió mi vida fue encontrarme y compartir exploraciones y audaces experimentos vivenciales con amigos y amigas del alma, seres de destino que dieron forma a mi camino de autorrevelación. Sin ellos, no podría estar aquí.
Ingresé a la Escuela de Psicología de la Universidad de Chile en 1968. No quería otra cosa; investigar el misterio del alma humana ya era el propósito obsesivo de todo lo que hacía. En la Universidad, la formidable ola creativa y revolucionaria de esos años elevó a nuestra generación a cumbres de utopía y ruptura; la misma ola nos estrellaría, pocos años después, en los roqueríos difíciles de la supervivencia y el obligado pragmatismo.
La psicología racionalista que estudiábamos no calmó mi atormentada sed de significado y trascendencia. Emprendí entonces las búsquedas extraoficiales que han caracterizado mi trayectoria: las experiencias chamánicas, la meditación como pilar cotidiano del bienestar, el simbolismo espiritual hecho cuerpo y alma, las técnicas de sanación de las nuevas psicoterapias, las disciplinas esotéricas, las tradiciones de sabiduría.
Para mi inescapable vocación teórica, un hallazgo infinito: el saber astrológico.
El mapa del alma tan ansiado, el radiante modelo pitagórico que integra la subjetividad con el cosmos. La Astrología fue convirtiéndose en un puente luminoso y cotidiano que me lleva a comprender desde muy alto, pero permitiéndome también después volver de esa perfección con mensajes útiles para la sanación y desarrollo de quien consulte.
Como todo buscador espiritual, mis avances en la senda de la autotransformación fueron en inmensa parte posibles por los contactos con diversos maestros y maestras de sabiduría, seres humanos que habían pasado ya por donde yo estaba pasando. Es decir, personas que vienen de vuelta cuando nosotros vamos de ida, y pueden por tanto guiarnos y ayudarnos. Muy joven, en los años 70, recibí fundacionales enseñanzas del increíble Oscar Ichazo, el creador del Eneagrama, y compartí una épica aventura espiritual con todos los que entusiastamente participamos de su escuela iniciática. (Escribí un relato de esa experiencia, llamado De cómo aprendí a observarme a mí mismo con científica precisión y amable ironía, disponible en la sección Eneagrama de esta página web).
Pero los maestros que tocaron personalmente mi intimidad, los que me dieron ese espaldarazo del espíritu que viene del pleno reconocimiento de tu ser por alguien que sabe ver, que contempla y aprecia en profundidad tu misterio, son dos. Ella y él.
Ella, inconmensurable en conocimiento y valentía, Lola Hoffmann. Fue mi guía en los mágicos espacios del inconsciente colectivo, donde la sincronía y el simbolismo de los mitos y los sueños iluminan reveladoramente la próxima vuelta del camino personal. (En su libro Encuentros, Delia Vergara recoge 11 testimonios de personas muy cercanas a Lola. Uno de ellos es mío, relatando nuestro compartir).
Me enseñó Lola que el Jardín del Paraíso existe adentro, un paisaje del alma donde la belleza y la abundancia de la Vida se expresan en mil flores, árboles de frutos prodigiosos, animales que conocen la telepatía. Y un hombre y una mujer, desnudos, esenciales.
Ese hombre y esa mujer, me decía, son las dos mitades de tu ser, y de todo ser humano. Cuando están en desconfianza o discordia, culpándose el uno al otro, el jardín se marchita; esa es la situación habitual del alma en nuestro mundo enfermo. De ahí viene la miseria, la guerra, el abuso, la enajenación. Por eso, todo el trabajo transmutador indispensable para liberarse y liberar a la humanidad se orienta a devolverles la inocencia y la unión, para que puedan hacer el amor entre las flores y consumar el encuentro sagrado del cielo con la tierra.
Lola me condujo, infatigable, a conocer y aceptar mi parte femenina, y a sanar su magullada relación con mi parte masculina. De esa creciente armonía proviene el fluir de mis pasos en la danza de la Vida.
Mi maestro de amor místico y liderazgo espiritual fue un argentino dulce y alegre, Hugo Valdés; de nombre sufi, Yakzán. En los años 80 vino muchas veces a Chile a formarnos en los cantos y danzas devocionales de esa tradición de esoterismo islámico. Fue un banquete espiritual para todos los que con él bailamos, una elevación directa del corazón a lo divino. Yakzán enseñaba sin enseñar, simplemente abriendo su ser espontáneo, en total sencillez y liviandad. La luz de su mirada sonriente y pícara me confirmó muchas veces, de esencia a esencia, mi verdad y mi misión.
Cuando me preguntan, respondo: “Trabajo en lo que más me gusta. Me gusta tanto conversar a fondo, con verdad, las cosas del alma. Y las personas que me lo piden saben que lo necesitan, entonces se arriesgan auténticamente a la honestidad y la profundidad que les propongo…” Y voy conociendo a -literalmente, lo sé por el número de las boletas que he dado- miles de seres humanos. Claro, los egos son todos iguales, latosamente repetitivos, completamente predecibles. El mío, también. ¡Pero las esencias! Todas maravillosas. Y mi tarea es exactamente esa: encontrar vías de comunicación con el otro ser que despierten su confianza esencial. Para que baje algunas barreras y se permita la expresión fugaz de la belleza, la inteligencia y la originalidad que todos llevamos dentro. Expresión fugaz, pero imborrable y sanadora. Así va enhebrándose en la persona la bendita transformación de su sufrimiento hacia la conciencia y la libertad. Sea que yo esté trabajando de a dos, en grupo, online, con grandes públicos, o por escrito, mi objetivo es uno solo, siempre: llegar al corazón del otro, e invitarlo.
En 1984 me encontré con Carmen Balmaceda, mi compañera de destino. Pintora asombrosa, maestra sabia en el Tarot, lo femenino, la vida en la Tierra. ¡Me ha enseñado tanto! Desde entonces vivimos en la tranquilidad de La Reina, con jardín y gatos, junto a Sofía, la hija amada, y a Silvestre, el nieto que llena todos los días la casa de alegría y nuestras almas, de gratitud.